En el imaginario colectivo -sobre todo en las generaciones sub 40- se ha instalado la idea de la fatalidad del progreso. Esto es palpable en frases como “atrasas equis cantidad de años” o “estamos en 2023 y todavía pensás de tal forma”. Como si la sola acumulación de tiempo traería aparejada consigo una “evolución” en la interpretación de la realidad.
Este fenómeno es comprensible si se tiene en cuenta el innegable avance de la técnica desde la revolución industrial hasta la actualidad. Sin embargo, este fatalismo solo considera la realidad material y presupone que el individuo va a “evolucionar” le guste o no, impulsado por la maquinaria.
Sin embargo, el Hombre como ser de cuerpo y alma, no solo tiene que tener satisfechas sus necesidades materiales sino también espirituales. Para esto, debe poseer una dimensión de sí mismo y de su “yo” integrado en el “nosotros” ergo, debe tener una función dentro de la comunidad y sobretodo entender esa función como así también comprender y sentirse artífice del momento histórico en el que se está desarrollando.
Es indudable que, si la técnica sigue su parábola de desarrollo, dentro de 200 años los humanos del siglo XXIII se asombraran de las condiciones materiales en las que tenemos que vivir. Todos somos conscientes de esto último, pero nadie puede decir que eso le impide ser feliz, puesto que entendemos que es el momento que nos tocó. Por ejemplo, está claro que el hecho de que en la edad media la expectativa de vida haya sido de 35 años no condicionaba la felicidad de los hombres de aquella época. Ya que ni siquiera podían avizorar un futuro distinto. Convendría contemplar, por otra parte, la armoniosa organización de las corporaciones medievales donde el trabajo era artesano y ajustado a las necesidades de la población.
El progreso de la técnica le ha brindado al Hombre innumerables mejoras en su calidad de vida, pero, por otro lado, también ha engendrado el mundo más injusto de la historia. ¿Cuánto, si es que lo ha hecho, evolucionó nuestro espíritu desde la edad media? ¿Es más fácil realizarse ahora que hace quinientos años?
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